La mar es un lienzo sobre el que aportan briznas
de color a esta noche encapotada diversos sonidos, diseminados en el ambiente,
muy distintos, pero de igual naturaleza.
Los
cencerros suenan esporádicamente aportando sus diferentes timbres allá a lo
lejos; en cambio, lo que mejor se percibe, curiosamente, es emitido por el ser
más pequeño: cri-cri-cri-cri-cri… discreto, pero perpetuo.
En
general, por cada seis grillidos, un agudo silbido, conciso y punzante sale
disparado del pico de algún curuxín, que se queda toda la noche velando por los
malvises y raitanes... No falla: como una gotera matemáticamente programada, en
el aire de abril, que se abre paso rayando la niebla. Casi ofende.
A
los quince o veinte silbidos de este, algún perro del pueblo se envalentona
para ahuyentar los malos entes de las casas.
Sobrepasadas
las dos docenas de ladridos o aullidos, una vaca advierte de su presencia, se
hace notar en la oscuridad.
Y
sólo basta un mugido para que la curuxa dé un reclamo de silencio, con su
autoritario xhhhhh.
Entonces,
llega un frágil silencio en el que ninguno de los sonidos anteriores pinta nada;
y las sombras son más sombras durante unos cuatro segundos…
Todos
mantienen el aire hasta que un grillo, debido al poco espacio del que dispone
en su cueva, roza sin querer las alas con sus patas. Y, como apretando el botón
que reanuda la fiesta nocturna, vuelven a dar color al aire de esta madrugada:
serpentinas verdes, naranjas, fucsias, azules…
…Hasta
la gris sentencia de la curuxa. Silencio….
….Y
otra vez el verde grillo.
Es en
este momento cuando sé que me puedo dormir con la certeza de que todos ellos
vigilan a mi alrededor; y siento una ovación en mi interior que quiere dar
gracias al reciente espectáculo.
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