miércoles, 30 de diciembre de 2009

Las doce

Se había perdido. De repente, el reloj de la plaza dio las once. Nerea debía estar en casa hacía una hora cenando en familia y celebrando la nochevieja; sin embargo, ahora se encontraba por las calles de aquella gélida ciudad. El teléfono móvil se le había quedado sin batería y no llevaba dinero para llamar a casa –típico-. Sólo le quedaba una botella de champán que le había encargado su madre. Vio un portal que le resultó conocido y enseguida le vino un recuerdo de aquellos tiempos en los que iba a casa de Jorge, su mejor amigo, a quien no había vuelto a ver desde que se mudó hacía diez años. Tras unas escaleras, se encontraba el parque. Donde pasaron tantas tardes paseando y charlando en sus bancos de madera; se sentó en uno de ellos recordando su niñez. Habían sido unos diez años muy difíciles para ella. No podía creer que en tanto tiempo no hubiera vuelto a tener contacto con su mejor amigo. Sintió como su anillo de azabache le resbalaba de sus sudorosas manos y caía; se agachó a por él y vio una caja envuelta en papel de regalo rojo oscuro. La cogió y la metió en su bolso junto a la botella; no sabía si aquello que estaba haciendo estaba bien o no, pero algo le decía que era para ella. Quería esperar a abrirlo en casa. La campana de la torre sonó tan sólo una vez; ya eran y media. Así que se incorporó e intentó seguir su camino. Sin llegar a salir de aquel parque, vio una sombra en la oscuridad. Encaminó sus pasos en otra dirección. Tenía miedo y ya no sabía hacia donde ir; siguió todo recto en la oscura noche del treinta y uno de diciembre. En cuanto miró hacia atrás, un encapuchado de vaqueros y anorak negro, la seguía. Notaba cómo el pánico se apoderaba de ella. Aceleró el ritmo de sus pasos y, a la vez, el de su corazón. El encapuchado ya no estaba. A pesar de que seguía asustada y con ganas de llegar a casa y brindar con aquel champán olvidando lo sucedido, sabía que tenía que parar a descansar. Ya tenía mucho sueño y estaba perdida así que fue al portal de Jorge; allí se sentó y sacó de su bolso la misteriosa caja de regalo con intención de abrirla. En el reverso de la misma ponía que no debía abrirse hasta las doce en punto. Así que decidió esperar. Le quedaba menos de media hora para saber lo que la aguardaba tras ese envoltorio. Pero antes de la hora señalada, se durmió.

Doce campanadas la despertaron quince minutos más tarde. Cuando miró a su izquierda, vio a aquel encapuchado. Estaba perpleja. El encapuchado dejó ver su rostro y murmuró unas palabras:

-Tras diez difíciles años, nos volvemos a ver, Nerea. Ya puedes abrir tu regalo.

martes, 26 de mayo de 2009

Jerigonza

Abrí el libro por el prefacio.

― ¿Cómo es posible que antes no me haya dado cuenta de que aquel libro no estaba en castellano? ― susurré incrédulamente. Ya debía de estar muy agotada después del paseo por la espesura.

En esto, entra mi madre por la puerta.

― ¿Qué haces? Ya deberías estar acostada. Mañana tienes que levantarte a las seis y son ya las doce.

― Mar, te informo de que mañana es sábado y los sábados no hay colegio, que yo sepa ―, le dije sarcásticamente.

― Yo no te dije que tuvieras que ir al colegio ― dijo remoloneando.

― ¿Y adónde se supone que tengo que ir?

― Ya te enterarás mañana; ahora, acuéstate ― dijo mientras se marchaba por la puerta.

― ¡Mamá, espera! ― chillé. Dio media vuelta. ― ¿En qué idioma está escrito este libro? ― . Le echó una ojeada al libro. Hizo una mueca que no supe interpretar; tampoco me contestó, simplemente se limitó a cerrarlo de golpe y a llevárselo consigo mientras subía las escaleras a su habitación. ― Algo debe de saber para actuar de esa manera ― pensé.

Me tapé con la mullida colcha, apagué la luz y encendí la radio en una emisora de música intentando concentrarme en ella, a un volumen más bien bajo, para poder dormirme. Pero no conseguí más que pensar y pensar y darle vueltas y más vueltas a aquel número, a aquel libro, a aquel antepasado mío y sobre todo a aquel comportamiento de Mar hacia mí cuando le enseñé el viejo libro de polvorientas páginas escrito un lenguaje que yo no había estudiado, pero que se me parecía al Latín.

A la mañana siguiente me desperté antes que mis padres y fui sigilosamente a su habitación. Aún dormían. ¡Ahí estaba! ¡El libro! me dirigí hacia él; asomaba una de sus esquinas en el cajón de la cómoda correspondiente a la ropa. Abrí el cajón, por supuesto, sin hacer ruido alguno. En cuanto ya lo tenía conmigo, fui rapidamente al piso de abajo a por el diccionario de latín para descifrar aquella jerga, eso sí, debía tener mucha paciencia.

sábado, 25 de abril de 2009

El secreto de un libro antiguo:

Comencé por uno de los que más despertó mi curiosidad: “Secretos de un viejo libro”. Me preguntaba qué secretos podría esconder aquel libro tan antiguo. No era demasiado grueso, tendría unas 120 caras. Lo abrí por la primera página. El bisabuelo había escrito la fecha en que fue adquirido: 13 de abril de 1900, y más abajo su rúbrica; tenía un trazo perfecto. Seguí leyendo y, por tanto, pasando hojas hasta llegar a una –la trece- en la que había un sobre. Lo abrí y lo leí;


Usted que lee este libro:

Si no quiere descubrir cosas de las que se va a arrepentir, no siga leyendo, pues sabrá demasiado. En cambio, si tiene curiosidad y se atreve, prosiga su lectura hasta el final. Yo, por mi experiencia, le aconsejo lo primero.


En ese momento, cerré el libro por miedo a lo que pudiera pasar. Sin embargo, tenía más curiosidad que antes de leer aquella carta. Entonces, decidí ir a pasear por el bosque que había detrás de la casa para recapacitar un poco.

Cogí el anorak y el libro, y salí de la casa. Una vez que hube llegado al bosque, me senté a la sombra de un nogal.

Por una parte, quería leerlo; bastaba que me dijera que no lo hiciera, para hacerlo con más ganas aún. Pero por otra parte, esa idea me estremecía lo suficiente como para no hacerlo. Me levanté y seguí mi camino hasta atravesar aquella espesura y llegar a un pequeño río. Me volví a sentar y reflexioné sobre la sarta de números trece que habían aparecido en mi vida últimamente; mi mudanza fue el día trece, mi bisabuelo se iba de casa tal día de cada mes, la adquisición de aquel libro fue ese día y en la página trece era donde había encontrado el sobre que me había hecho dudar si iba a proseguir la lectura o no. Yo nunca había sido supersticiosa, ni lo quería ser; así que pensé en que todo eran meras coincidencias. Volví a casa a cenar; ya se me había hecho muy tarde.


¿Dónde has estado, Sara? Me tenías muy preocupada me dijo Mar.


Mamá, te dejé una nota en la nevera diciéndote que me iba a pasear le contesté.


Pues no la vi.


¿Qué hay para cenar? Le dije cambiando de tema.


Hay pescado con patatas


Cogí un plato y me puse a cenar con mis padres. Seguidamente, cogí el libro del aparador, y me fui a la cama dispuesta a seguir la lectura.

lunes, 20 de abril de 2009

El encuentro (II):

Arrancó el motor y nos dirigimos al centro de la ciudad donde estaba nuestra antigua vivienda; había pertenecido a nuestra familia, ya era de mis tatarabuelos. Tenía una habitación en la que estaban todas sus antiguas pertenencias: desde el primer libro hasta el último televisor que habían comprado. Nunca me había dado por entrar en ella. Pero antes de abandonar para siempre la casa, era justo que lo hiciera. La estancia estaba llena de trastos viejos. Sin pensármelo dos veces, me puse a rebuscar en uno de los baúles. Había libros viejos ordenadamente amontonados para ganar espacio. Los saqué uno a uno. Algunos me llamaron mucho la atención, debían de ser de mi bisabuelo al que le gustaba mucho la historia y la literatura. No podía dejar que se estropearan con el paso del tiempo; así que los fui bajando al maletero del coche. El rugido del motor comenzó a sonar. ― ¿Sara? ― preguntó con extrañeza. ― ¿Qué, papá? ― le dije mientras cavilaba en lo que me iba a preguntar. ― ¿No has traído tu mochila? ― ― Esperaba que me comprarais otra para mi cumpleaños; esa ya está rota y vieja. ― Sí; tienes razón. Ya no sirve para el uso que le das, ― dijo asintiendo con la cabeza. ― ¿Javier? ― Opté por llamarle por su nombre. Llamarle “papá” me resultaba un poco infantil. ― ¿Si? ― Preguntó con curiosidad. ― He traído los libros de Ángel, mi bisabuelo; parecían interesantes. ― Mi abuelo Ángel era un tipo muy raro según me contó mi padre. ― dijo mientras cambiaba de marcha con la palanca. ― ¿Y eso? ― le pregunté extrañada. ― Mi padre, hace unos años, me contó que después de cenar, todas las noches, se encerraba en su cuarto y empezaba a hablar solo, ― sonrió. ― y que el día 13 de cada mes se iba por las mañanas con un amigo suyo y no volvía hasta la noche. ― Continuó.― Tenía que ser siempre el día 13; no podía ser ni el 12 ni el 14. ―Hoy también es 13...― dije para mí. ―Ya hemos llegado― Me bajé del coche y cogí los libros. Rápidamente subí a mi cuarto dispuesta a leerlos.

sábado, 18 de abril de 2009

El encuentro I

Era 13 de abril, nunca me había detenido a pensar en cómo sería todo si no hubiera nacido; si no existiera; si nadie me conociera; si no pudiera hacer nada… Caminaba por la calle completamente hundida en mis pensamientos, cuando al tropezar con la acera, se me cayeron los libros que llevaba en la mano. Los cogí con resignación y los acarreé. Mi mochila todavía no había secado desde la última vez que mi madre la lavó. Seguí caminando hasta que al fin llegué. Allí estaba. Era enorme. Aunque se hallaba en un lugar un tanto sombrío para mí gusto… Era mi nueva casa. Estaba a las afueras de la ciudad donde ya no había tantos edificios ni coches. Era un lugar tranquilo y en el que no iba a tener ninguna preocupación por el espacio. A la puerta estaban mis padres esperándome para enseñarme la casa por dentro. Yo volvía del instituto; sus seis horas se me habían hecho eternas esperando a que tocara el timbre para ir caminando a nuestra nueva casa. Posé los libros en la mesa de la sala. Todavía nos quedaban pertenencias por transportar; entre otras mi mochila. Aunque supongo que con la llegada de mi cumpleaños, el 18 de éste mes, me comprarían otra porque ésta ya estaba muy vieja y rota. Seguidamente de ver toda la casa,-como aquel día no tenía apetito- fui a mi nueva habitación en la que ya habían instalado un ordenador, un escritorio y una cama, y me puse a descansar en aquel mullido colchón. A las 17:00 me despertó un golpeteo de nudillos en la puerta. -¿Se puede?- dijo una voz ronca y cascada. -Si, adelante- contesté a mi padre. Asomó la cabeza por la puerta. - ¿Qué quieres? Estaba durmiendo-. - Me gustaría saber si vas a venir al piso a por tus cosas- me propuso. - Si; pero dame tiempo a levantarme y peinarme- le dije apresuradamente. - Claro- cerró la puerta y se fue. A toda prisa, me recogí el pelo en una coleta; era lo más sencillo y práctico a la vez. Bajé las escaleras rápidamente con cuidado de no caerme y entré en el coche. Mi padre, -que por cierto, su nombre es Javier- me estaba esperando ya con el cinturón abrochado.