domingo, 3 de noviembre de 2013

Amistad a la romana

Hace unos meses de aquellas dos excursionistas, de aquellas escaleras, de aquella plaza, de aquella Roma, de aquella bella Italia. Paseábamos entre la diversidad. Tanta gente en constante movimiento y en constante reposo. Tanta vida en la calle... Anochecía. Nuestros planes se juntaron tras un largo día desembocando en un apaciguable respiro frente a una fuente iluminada. De las foráneas cámaras afloraban múltiples flashes reflejándose en el fluír del agua y varios vendedores ambulantes voceaban a nuestro alrededor. Estábamos en la majestuosa Roma viviendo una inolvidable experiencia. Sedentes en las concurridas escaleras de la Plaza de España, la inquieta mente de mi amiga Marta comienza a funcionar...
Tal vez fue la magia de Roma y de sus anocheceres, o la distancia de nuestro hogar y el cansancio. Pero aquélla fue una de las mejores conversaciones de toda mi vida. ¿De qué hablamos? No lo sé. Hablamos de todo y de nada; de la vida y de la muerte; del amor y del odio... Sencillamente dijimos lo que nos apetecía, lo que no hacía falta pensar, lo que ya habíamos pensado. Fue una de esas charlas necesarias que no se tienen diariamente.Vi en ella las ganas de vivir, conocer, luchar, amar, llorar, soñar y reír al mismo tiempo. Quise llorar: me fascina la gente como ella, entusiasmada por vivir. Mis pupilas se encharcaron y fueron las lágrimas más dulces que he probado.
Normalmente somos distantes con las demás personas no dejando que nos conozcan realmente, pero aquel peldaño fue testigo de mil sinceras emociones que no olvidaré. Por momentos como ése creo que debo volver a la ciudad, recorrer todas las calles por las que anduve. Será como si no hubiera pasado el tiempo desde entonces. He de volver en un futuro a reencontrarme con el pasado, con las jóvenes excursionistas, con las escaleras, con la plaza, con la bella Italia y con la fascinante Marta. 
   

Revolución (I)

De un juvenil estío entre el caluroso jolgorio,
dos sombras se topan junto a la mar.
Emprendiendo el viaje -tal vez vacío-
hacia la desértica orilla, recorren la soledad
en la noche feraz de paisaje, limpia de gentío.  

Sobre polvo acunador. Bajo sideral cúpula.
Pausadamente comienza la diversión.
Tiznados de cósmica antracita, el bullicio es ajeno.
Él pierde los papeles. Ella prepara el guión.

Las ondas serán del escenario el telón.
Balanceándose indecisas muestran el teatro;
chorreando interés aplauden suave las rocas.
Por fin presentan la función.

Los protagonistas comienzan la danza:
mecidos, como el vaivén de la añil tela;
en una pacífica justa, como la marítima ovación;
con suavidad, reflejo de las caricias de seda;
jóvenes, frescos, como en su inédita actuación.



sábado, 2 de noviembre de 2013

Sui caedere

Nos matan. Nos destruyen día a día: familiares, amigos, profesores, ídolos, gobernantes... sociedades enteras destinadas a su autodestrucción en busca de la unificación. Cada vez que respondemos de acuerdo a lo que demandan, se derrumban nuestros cimientos a la acrobática velocidad del día a día. Vaporoso ademán asesino acompañado por la más hospitalaria de las sonrisas. Todos esperan que les regalemos un buen trato. Todo para su felicidad; lo esperan de modo ególatra, y respondemos positiva y presuntuosamente por llegar al goce que nos proporciona ser el objetivo y el producto deseado por todos: ese es nuestro triunfo. Las diferentes maneras posibles de obrar ante cada situación nos asustan, nos hacen dudar como nunca antes habíamos dudado y buscar un modelo legítimo a seguir. No nos desprendemos del miedo a que termine nuestro estado como objeto de pretensión. Nos angustia estar solos y no ser comprendidos: ser diferentes nos frustra. Nadie nos convence de su autenticidad; ni siquiera creemos en la propia, pues no admitimos ser la misma persona que hace unos meses, ni la misma que seremos dentro de un tiempo; no nos tragamos que ante la misma situación o persona obremos siguiendo las mismas pautas de comportamiento repetidas veces. Nos inquieta encontrar gente con la que se pueda ser feliz sin pedir nada a cambio más que simple compañia. Sin intereses, sin deudas: sin destruirnos.