sábado, 2 de noviembre de 2013

Sui caedere

Nos matan. Nos destruyen día a día: familiares, amigos, profesores, ídolos, gobernantes... sociedades enteras destinadas a su autodestrucción en busca de la unificación. Cada vez que respondemos de acuerdo a lo que demandan, se derrumban nuestros cimientos a la acrobática velocidad del día a día. Vaporoso ademán asesino acompañado por la más hospitalaria de las sonrisas. Todos esperan que les regalemos un buen trato. Todo para su felicidad; lo esperan de modo ególatra, y respondemos positiva y presuntuosamente por llegar al goce que nos proporciona ser el objetivo y el producto deseado por todos: ese es nuestro triunfo. Las diferentes maneras posibles de obrar ante cada situación nos asustan, nos hacen dudar como nunca antes habíamos dudado y buscar un modelo legítimo a seguir. No nos desprendemos del miedo a que termine nuestro estado como objeto de pretensión. Nos angustia estar solos y no ser comprendidos: ser diferentes nos frustra. Nadie nos convence de su autenticidad; ni siquiera creemos en la propia, pues no admitimos ser la misma persona que hace unos meses, ni la misma que seremos dentro de un tiempo; no nos tragamos que ante la misma situación o persona obremos siguiendo las mismas pautas de comportamiento repetidas veces. Nos inquieta encontrar gente con la que se pueda ser feliz sin pedir nada a cambio más que simple compañia. Sin intereses, sin deudas: sin destruirnos.

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