Nos matan. Nos destruyen día a día: familiares, amigos, profesores,
ídolos, gobernantes... sociedades enteras destinadas a su
autodestrucción en busca de la unificación. Cada vez que respondemos de
acuerdo a lo que demandan, se derrumban nuestros cimientos a la
acrobática velocidad del día a día. Vaporoso ademán asesino acompañado
por la más hospitalaria de las sonrisas. Todos esperan que les regalemos
un buen trato. Todo para su felicidad; lo esperan de modo ególatra, y
respondemos positiva y presuntuosamente por llegar al goce que nos
proporciona ser el objetivo y el producto deseado por todos: ese es
nuestro triunfo. Las diferentes maneras posibles de obrar ante cada
situación nos asustan, nos hacen dudar como nunca antes habíamos dudado y
buscar un modelo legítimo a seguir. No nos desprendemos del miedo a que
termine nuestro estado como objeto de pretensión. Nos angustia estar
solos y no ser comprendidos: ser diferentes nos frustra.
Nadie nos convence de su autenticidad; ni siquiera creemos en la propia,
pues no admitimos ser la misma persona que hace unos meses, ni la misma
que seremos dentro de un tiempo; no nos tragamos que ante la misma
situación o persona obremos siguiendo las mismas pautas de
comportamiento repetidas veces. Nos inquieta encontrar gente con la que
se pueda ser feliz sin pedir nada a cambio más que simple compañia. Sin
intereses, sin deudas: sin destruirnos.
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