Las
os se enroscan, se funden,
y
se aproxima la euresis.
Ya
no es. Ya no es tu ahora. Ni tu luego. Ni tu ayer.
No
hay. Ni fatum ni moira.
Las
sinestesias la invaden.
La
anulan. Abruman.
Asiente
con la punta del zapato,
lo
salpica de barro.
Las mejillas enmudecen y se difumina el fuego en la boca.
El
anábasis perfuma las telas.
Las
palabras se diluyen en la lluvia.
Y
el agua de las goteras humedece
los
tactos volviéndose vaho.
Una
figura observa en silencio.
Aúlla,
lupus. ¡A-ú-lla!
Pide
ayuda
o
seguirán enzarzados, desgarrándose, mordiéndose.
Matándose.
Y
les duele.
Los
brazos les sangran.
Al
tocarse se clavan sus púas de cristal,
como
los erizos.
Le
rasga la piel, con los afilados proligarios.
Todo
por culpa de la profasis de pájaros marrones.
Las
apolocintosis caen de los cuatro
y
cicatrizan las heridas de los rostros.
Muestran
sus colmillos.
Con
la luz del lexis sulpicia el simposio.
No
les importa estesicorar
para
no ser estesicorados.
Se
hieren mutuamente; se devoran a sí mismos.
Consumen contra una pared los futuros días de orden.
No
hay taxis ni taxeos
¿sadail
so sus Y?
Dime, ¿senorram
sorajáp sod sut Y?
Aúlla
ahora, cánido.
Ayuda
ahora, no te calles.
¿sanilatsirc
saúp ed soseb sut Y? ¿sadicedumne seceñin sus Y?
El
resultado fue, ya sabéis,
sozire
sol ne omoc.