martes, 26 de mayo de 2009

Jerigonza

Abrí el libro por el prefacio.

― ¿Cómo es posible que antes no me haya dado cuenta de que aquel libro no estaba en castellano? ― susurré incrédulamente. Ya debía de estar muy agotada después del paseo por la espesura.

En esto, entra mi madre por la puerta.

― ¿Qué haces? Ya deberías estar acostada. Mañana tienes que levantarte a las seis y son ya las doce.

― Mar, te informo de que mañana es sábado y los sábados no hay colegio, que yo sepa ―, le dije sarcásticamente.

― Yo no te dije que tuvieras que ir al colegio ― dijo remoloneando.

― ¿Y adónde se supone que tengo que ir?

― Ya te enterarás mañana; ahora, acuéstate ― dijo mientras se marchaba por la puerta.

― ¡Mamá, espera! ― chillé. Dio media vuelta. ― ¿En qué idioma está escrito este libro? ― . Le echó una ojeada al libro. Hizo una mueca que no supe interpretar; tampoco me contestó, simplemente se limitó a cerrarlo de golpe y a llevárselo consigo mientras subía las escaleras a su habitación. ― Algo debe de saber para actuar de esa manera ― pensé.

Me tapé con la mullida colcha, apagué la luz y encendí la radio en una emisora de música intentando concentrarme en ella, a un volumen más bien bajo, para poder dormirme. Pero no conseguí más que pensar y pensar y darle vueltas y más vueltas a aquel número, a aquel libro, a aquel antepasado mío y sobre todo a aquel comportamiento de Mar hacia mí cuando le enseñé el viejo libro de polvorientas páginas escrito un lenguaje que yo no había estudiado, pero que se me parecía al Latín.

A la mañana siguiente me desperté antes que mis padres y fui sigilosamente a su habitación. Aún dormían. ¡Ahí estaba! ¡El libro! me dirigí hacia él; asomaba una de sus esquinas en el cajón de la cómoda correspondiente a la ropa. Abrí el cajón, por supuesto, sin hacer ruido alguno. En cuanto ya lo tenía conmigo, fui rapidamente al piso de abajo a por el diccionario de latín para descifrar aquella jerga, eso sí, debía tener mucha paciencia.