sábado, 10 de enero de 2015

          Suprimamos el canto al amor, al cariño, a la pasión; y al desamor, al descariño, a la "despasión". Acabemos con las conversaciones fisgonas y cotillas a cerca del desconocido, del opuesto o del igual. Apartemos la política, las ideologías, la sociedad, la economía y su ramero Íbex 35 de todas las noticias y bocas conocidas. Dejemos de decir mamarrachadas sobre dioses y eternidad, la buena música, o de lo sexista que es nuestra lengua: dejemos de intentar opinar, corregir, educar al prójimo. Despojemos de nuestras sensacionales vidas todo lo que nos cabrea, todo lo que odiamos y consideramos injusto. Omitamos la muerte de nuestra existencia. Olvidémonos de todo lo de siempre, depuremos nuestras comunes actividades de convencionalismos. 
          Y ¿qué nos queda? Largos coloquios metafísicos; abstractas y colosales regurgitaciones que, en su mesura, resultan interesantes y son el usufructo del poco tiempo que no empleamos en el nec otium o negocio, pero que, a la larga y durante un tiempo prolongado, convierten nuestras subjetivamente admirables y preciadas vidas en aburridas y vacuas biografías de personajes conscientes de la decadencia de sus crónicas hasta el ocaso.      
          Todo es válido o tiene su punto válido. Nada es absolutamente inválido.


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